En
unos tiempos tan convulsos como los actuales, en los que el tema de la Guerra
Santa devora los noticieros y las redes sociales, no viene mal de vez en cuando
mirar hacia atrás y analizar hechos que, si bien ocurrieron hace siglos, siguen
teniendo trascendencia e impacto mediático a día de hoy. Un impacto sesgado y
alejado del verdadero origen del conflicto, y que es utilizado para justificar diferentes
ideologías con muy poco acierto.
Mucha
gente piensa que las Cruzadas tuvieron una motivación principalmente religiosa
y que se hizo por motivos ultraterrenos. Las razones, sin embargo, ya desde sus
inicios distaban mucho de ser tan espirituales.
Para
comprender la dimensión de un episodio tan turbulento de nuestra historia, o
más bien de la historia de Europa, es necesario retroceder hasta el siglo XI.
Nuestro continente estaba siendo masacrado por sus propios gobernantes. Los
señores feudales se alzaban en continuas disputas y las cosechas eran
destruidas una y otra vez durante las reyertas internas de los nobles.
Era una situación insostenible, que mantenía a los habitantes en un constante sinvivir. Y no hace falta ser muy avispado para deducir, que si las cosechas no iban bien, los impuestos se resentían profundamente. La Iglesia, que podía considerarse un terrateniente más en estos momentos, veía cómo esta inestabilidad llevaba a la ruina lugares que podían ser prósperos y tranquilos. Y ante semejante situación, propusieron la solución que creyeron más conveniente.
Idearon
la forma de sacar a estos señores feudales tan violentos de su patria, y los
enviaron lejos, llevando la guerra a un
lugar donde no saliera perjudicada la población local. De no ser por esta
decisión, probablemente en la actualidad nunca habríamos podido disfrutar de lo
que hoy llamamos Estados Modernos, por mucho que cueste reconocerlo.
Y el
Papa Urbano II, como buen estratega que era, mató dos pájaros de un tiro con su
decisión. Por un lado, frenaba un panorama de guerra endémico que casi aspiraba
a eterno, y por otro lado, como no podía ser de otra forma, miraba por la salud
de su bolsillo. En resumidas cuentas, halló la receta ideal para «hacer el
Agosto». Pero no podía hacerlo sin una excusa convincente. Una excusa que llegó en 1095.
Alexius I, cabeza de la Iglesia Ortodoxa Griega y emperador de la legendaria Bizancio, le envió una carta al Papa de Roma en la que le pedía ayuda para luchar contra los invasores musulmanes, que en esa zona concretamente, eran los poderosos Turcos Selyúcidas.
Estos estaban ganando terreno muy rápido y se habían convertido en una verdadera amenaza para la capital bizantina, Constantinopla (la actual Estambul); inciso necesario para recordar quien acabó tomando la antigua y floreciente Bizancio, que fue en su momento de gloria, descendiente del Imperio Romano de Oriente.
Regresando al tema, el gran momento de Urbano II había llegado. Esa era su gran oportunidad para llevar a cabo sus planes. El «milagro» había ocurrido. Y digo milagro porque las relaciones entre ambas Iglesias no solían ser muy cordiales. Para Alexius I no debió ser fácil suplicar la ayuda del Papa de Roma, y eso indica que la situación lo había desbordado.
Urbano dio un discurso en la ciudad de Clermont, y animó a la gente a marchar hacia Oriente, donde no solo podrían purificar sus almas (puesto que le hacían un gran favor a la Iglesia) sino que además podrían conseguir grandes riquezas y obtener posiciones más deseables.
Para
los dirigentes eclesiásticos, el beneficio estaba claro. Recuperarían
territorios perdidos que eran muy boyantes económicamente y de paso se quitaban
de en medio a todos esos nobles problemáticos que les amargaban la existencia
en sus propias casas. Al mismo tiempo, además, alejarían a los infieles. Era un
negocio redondo.
El
discurso funcionó la mar de bien…quizá demasiado bien. La voz se corrió tan
deprisa entre la población (tanto pobres como ricos) que Alexius, en lugar de
recibir los 300 mercenarios que había pedido, vio horrorizado como una
marabunta compuesta de sesenta mil hombres llegaba hasta las puertas de la
ciudad.
Miles
de individuos armados, hambrientos de riquezas. Y ante esta situación uno se
pregunta «¿Quién necesita enemigos con amigos como estos?».
Puesto
que no podía dejarlos fuera (más por miedo a lo que pudiera ocurrir si no les
dejaba entrar que por bondad cristiana), dejó pasar a los líderes de ese
descomunal ejército: A Godofredo de Bouillon, a su hermano Balduino, conde de
Bolonia y a Bohemundo de Tarento, entre otros.
Les pidió que le juraran fidelidad y le ayudaran a recuperar territorios para su Iglesia (que no para Roma), a cambio de comida y alojamiento. Los nobles de la época iban a lo que iban, y solían ser bastante chaqueteros en lo tocante a sus lealtades. Necesitaban alimento y dinero. El Papa de Roma estaba lejos y la fe no iba a calmar su hambre. Aceptaron la oferta y siguieron adelante.
Acordados
los términos del pacto y junto con algunos bizantinos más, partieron de
Constantinopla y en mayo del año 1097 llegaron a Nicaea, que se hallaba
gobernada por el sultán Kilij Arslan.
En
Julio finalmente, un grupo de bizantinos logró convencer al sultán para que se
rindiera por la vía pacífica, y este les entregó la ciudad.
Sin embargo, no iba a dejar que los cruzados recuperaran Nicaea sin oponer resistencia, y con la ayuda de 50 mil hombres, los emboscó en Dorilea.
El
resultado de la batalla, en cambio, no
fue favorable al ejército musulmán, y los cruzados obtuvieron una victoria
aplastante.
Reanudaron
la marcha y, poco después, murió la esposa de Balduino. Esto provocó un cambio
importante en el devenir de los acontecimientos. Como se suele decir, a veces
lo que Dios da con una mano, lo quita con la otra. Y el noble se vio obligado a
buscar una segunda fuente de ingresos (puesto que al disolverse el matrimonio,
la riqueza que este le proporcionaba pasaba automáticamente a manos de sus
familiares políticos). En consecuencia, a Balduino no se le ocurrió mejor
solución que tomar la ciudad más cercana para resarcirse: Edhesa.
Una ciudad que, a la sazón no era musulmana, sino cristiana. Factor que no supuso un problema para este ambicioso personaje. Balduino, una vez más, se pasó sus convicciones religiosas (si es que las tenía) por el arco del triunfo. Asesinó al gobernador de la ciudad y la tomó.
Vino,
comida, mujeres…el festejo no se hizo esperar. Y los demás nobles no dudaron en
seguir la dinámica de Balduino. Si a él le había funcionado ¿por qué no a
ellos?
De
manera que otra parte del ejército, comandada por Bohemundo de Tarento, puso
rumbo hacia Antioquía. La joya de oriente. El lugar donde según los cristianos,
San Padro había fundado su primera Iglesia y que estaba bien situada
estratégicamente junto a Siria y Jerusalén.
Bohemundo inició el asedio de Antioquía. El líder de la ciudad, Yaghi-Siyan, también se resistió, y defendió la ciudad durante 8 meses. Los Cruzados no las tenían todas consigo, pues no contaban con suficientes efectivos para rodear la ciudad y no se puede decir que los suministros disponibles fueran abundantes. Además, habían sido atacados por dos ejércitos externos de apoyo, lo que había minado la moral de muchos. No hay que olvidar que entre esos soldados que apoyaban las iniciativas de los nobles había mucha gente común que se había enrolado para hacer fortuna, no para morir en tierras lejanas. La cultura de mucha gente de a pie no incluía conocimientos geográficos, y muchos ni si quiera sabían dónde estaba Jerusalén, ni cuanto se tardaba en llegar. Es más, ellos mismos se consideraban peregrinos. Solo fueron llamados cruzados un siglo después.
El
gobernador musulmán, temiendo una rebelión interna por parte de cristianos
ortodoxos y de algunos armenios que vivían en la ciudad, los expulsó. Encarceló
al patriarca ortodoxo de la ciudad y para reforzar su mensaje, convirtió la
catedral de San Pedro en un establo.
Hostigó a los cruzados con fiereza, consciente de que ya existían divisiones internas entre los nobles, que se peleaban por el mando de la ciudad.
Tras
numerosas batallas, Bohemundo de Tarento se enteró de que el gobernador había
pedido refuerzos y resolvió cambiar de táctica, pues no les quedaba mucho
tiempo. Gracias a un traidor armenio, consiguieron entrar en la ciudad.
Aniquilaron a todo bicho viviente y se apoderaron de Antioquía. Una vez dentro,
llegaron los refuerzos musulmanes y tuvieron que hacer frente a un asedio, esta
vez desde el interior.
Motivados
por el hallazgo de una reliquia sagrada, vencieron una vez más al enemigo.
Pero
los problemas no habían hecho más que empezar.
Aprovechando la deserción de los soldados bizantinos, Bohemundo canceló el trato que había hecho con el líder de la Iglesia ortodoxa y se quedó con la ciudad, algo que ya planeaba desde el principio. Eso no gustó a otros nobles, que ansiaban el mismo premio, y la situación quedó en tablas.
Una
epidemia de tifus, muerte de caballos y hombres, unida a una creciente
sensación entre los soldados de bajo rango de que habían olvidado el ideal de
cruzada (al parecer la aparición de la reliquia removió la conciencia de
algunos) y la escasa participación de los campesinos musulmanes, que no les
ayudaban a aprovisionarse, obligó a Bohemundo a ponerse en marcha de nuevo.
Un par
de días más tarde llegaron a la ciudad de Ma’arrat. Y nadie les dijo que ese
lugar se convertiría en escenario de uno de los episodios más brutales y
repugnantes de toda la expedición.
Después del asedio, si a los cruzados les quedó algo de dignidad humana es un misterio, y no solo por la evidente carnicería (algo habitual en las maneras de la época) sino por lo que aconteció más adelante: Cuando descubrieron que ya no quedaba comida. Después de matar y devorar a todos los animales, el hambre los llevó a cometer la que era considerada como la mayor barbaridad para un cristiano: el canibalismo. Encerraron a las mujeres y a los niños que aún quedaban con vida. Los pasaron a cuchillo, los asaron y los sirvieron en espetones. Los historiadores europeos dicen que fue un acto de desesperación. Lo musulmanes, en cambio, lo consideran una mera estrategia para desmoralizar a sus enemigos.

Lo cierto es, que tras aquella acción imperdonable, no les quedaba otra opción para salvar su alma que llegar a Tierra Santa.
En 1099 llegaron a su
destino solo trece mil soldados. Pero no se rindieron. Después de varios
intentos, derribaron una parte de la muralla. La llegada inesperada de una milicia privada de Génova (que fue empujada
por un grupo fatimí hasta la ciudad, sin tener conocimiento de lo que ocurría)
contribuyó al éxito de los cruzados.
Muchos aficionados al
esoterismo aseguraron que la aparición de torres de asedio fue un hecho
paranormal, puesto que por allí no había árboles suficientes para llevar a cabo
esa acción. Por lo que cabe preguntarse ¿de dónde salió esa madera? ¿Fue obra
divina? ¿Alienígena?
Pues va a ser que no.
Los genoveses tomaron la resolución de desmantelar la madera de sus barcos y
fabricaron torres de asedio con ellas. Nada del otro mundo.
Al margen de esto, sin embargo, el éxito de la operación se debió a múltiples factores. Por una parte, a que ya había dos facciones musulmanas disputándose el gobierno de la ciudad: Los turcos sirios y los fatimíes de Egipto. Y por otra, a la ayuda proporcionada por líderes árabes que también veían los beneficios de apoyar a los cruzados (ya que también querían echar a los turcos de sus tierras).
La cruda realidad era
que Jerusalén había cambiado de manos varias veces en años anteriores (por no
decir milenios).
Los relatos de lo que sucedió cuando los cruzados entraron en la ciudad, harían temblar al más valiente. Toda la población, incluidos mujeres y niños, tanto musulmanes como judíos o cristianos que vivían en el interior fueron asesinados. Se vertió tanta sangre que en algunos lugares llegaba a la altura de las rodillas y los cuerpos flotaban. Se quemaron templos con la gente aún dentro y a personas en hogueras que parecían pirámides. Se llevaron a cabo decapitaciones (el método más rápido y «piadoso» según la época), desmembramientos, y toda clase de brutalidades habituales en una guerra medieval. El hedor era insoportable.
Se sabe por los documentos escritos, que muchos de los cruzados no aprobaban lo que estaba ocurriendo y trataron de esconder a algunos civiles, pero muy pocos lograron escapar de la furia ciega y el descontrol que dominaba a otros de sus compañeros. Después de un viaje tan largo y lleno de penalidades, muchos guerreros se habían vuelto locos y ya no atendían a razones ni a juramentos.
Tras
la muerte de Godofredo, que había aceptado el gobierno de Jerusalén, su hermano
Balduino ocupó rápidamente su puesto como rey.
Esta,
sin embargo, fue la única cruzada que se libró con éxito. Las siguientes serían
cada vez menos efectivas y alguna tan ridícula que no mereció apenas el nombre
de cruzada.
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Sus oponentes musulmanes no eran mejores que ellos, como a muchos les ha dado por decir en las redes sociales últimamente. Invadieron, saquearon y masacraron tanto a cristianos como otros seguidores del islam, con la misma fiereza que un cruzado. Los caballeros cristianos dijeron que «Eran tan hábiles en la batalla, que de haber sido cristianos, habrían sido iguales a ellos.». El imperio otomano tomaría Constantinopla, y avanzaría hasta Austria. No eran débiles, ni pobres, ni inocentes. La amenaza era real antes y lo es ahora.
Como apunte final me gustaría resaltar que no se puede culpar a la religión de las acciones de los hombres, igual que no se puede culpar a la gente que vive hoy en día de los crímenes de sus antepasados. Achacar los problemas del siglo XXI a lo sucedido en el siglo XI es propio de gente ignorante y vengativa que intenta justificar lo injustificable. Ahora los culpables también tienen nombres y apellidos.
La
única guerra justa es la que implica la defensa de nuestros seres queridos, la
libertad de pensamiento y la protección de un futuro digno como seres humanos.
Pero esta clase de cosas no se consiguen solas. Y poner la otra mejilla no es
la solución, porque es la única que nos queda.
Si está claro que al final todo se hace por dinero: las cruzadas, madrugar... todo. ¡Buen artículo! describes muy bien la situación de la época y quizá quien te lea tome algo de consciencia sobre las guerras religiosas de postín.
ResponderEliminar¡Hola Holden! Este es un tema bastante más complejo de lo que parece, pero luchar un poco contra las ideas erróneas que se han puesto de moda en televisión, nunca está de más. ¡Gracias por leer!
Eliminar"Achacar los problemas del siglo XXI a lo sucedido en el siglo XI es propio de gente ignorante y vengativa que intenta justificar lo injustificable."
ResponderEliminar¿Podrías explicarme aquéllo, por favor?
Hola Rodrigo, gracias por pasarte. En el comentario hacía referencia a algunos comentarios que vi sobre que los talibanes o distintos grupos terroristas estaban actualmente matando a la gente como venganza por lo que habían hecho los cruzados. Eso no tiene sentido, menos aún en un mundo globalizado. Las causas y las razones de lo que está pasando ahora son diversas (principalmente es una cuestión de dinero y poder, aunque los líderes estén aprovechándose de fanáticos religiosos). Los países europeos, EE.UU y vete a saber quien más les están financiando, y nadie sabe en concreto los intereses que los mueven, pero desde luego, no tienen nada que ver con las cruzadas (de ahi lo de ignorantes, porque una cosa es la propaganda y otra las razones subyacentes de un movimiento) y por otro lado, vengativos, porque hay que serlo y mucho para pensar que tienen derecho a matar inocentes porque un fulano que ni conocieron, mató a otro que tampoco conocieron y probablemente tampoco era pariente suyo. Es una visión cruel y cerrada.
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